Corría rauda
una lágrima por su mejilla; él mismo estaba asustado, le habían pegado y
amedrantando. Esperaba más golpes. Pero en ese momento el niño miró hacia la
puerta que se abría renqueando como de costumbre. Entro la madre aterida de
frío, sus ojos se fijaron en el “hallar” que seguía apagado, ni una ligera
lumbre calentaba el ambiente.
No había
recogido mucho dinero delante de la Iglesia, esa mañana. La gente va cada vez
menos a misa, se decía. El marido le
había quitado lo poco recaudado, y había
vuelto a la taberna, no había podido comprar el pan y la leche que el niño
necesitaba.
Los primeros
copos de nieve empezaban a caer, en ese momento había un silencio que lo
invadía todo, una calma que penetraba lentamente, las embotadas manos habían
dejado de doler, el persistente pinzamiento en el estómago había desaparecido.
Sin saber porque, se sentía bien, quizás a fuerza de sentirse tan mal, tan
desesperada.
El niño la
observaba, estaba mojado, ya tendría más de dos años, pero continuaba
“mojándose”, cada vez que su padre se acercaba
para chillarle cualquier insulto o soltarle un bofetón.
A los golpes
del padre se añadían los empujones de la madre que se dejaba caer sin aliento,
sobre el derruido sofá. Vencida por el cansancio, la adversidad y el desamor,
se durmió.
Y así, sin
comer, el llanto del niño se iba
debilitando hasta que entraba en un sopor, en donde la incomprensión y el
absurdo todo lo invadían.
Cuando Irene
traspasó la puerta, sobre la silla desencajada dormía el niño, la madre hacía
lo propio, sobre el desvalijado sofá. Afuera la nieve había cuajado. Una capa
blanca lo cubría todo.
-. ¡María,
despierta que es Navidad!
-. ¡Y qué!
¿has traído turrón?, balbuceó, medio dormida la madre
.- No, pero os
voy a llevar, dijo Irene, su hermana
.- ¿A dónde?
.- ¡A casa!.
Esto se ha terminado. Es hora de retomar
la vida con los valores que siempre has sustentado. El amor no puede
pedir este alto precio: tu degradación
Media hora después
salían por la puerta los tres. María
arrastraba los pies, andaba de forma imprecisa y titubeante. Irene apretaba al
niño, su sobrino, contra su pecho. Se dirigieron lentamente hacía el coche que
estaba aparcado al lado del montículo de escombros.
.- ¡Se ha
terminado de padecer!; los padres nos esperan.
Cuando el
coche pasó por delante de la taberna, un hombre eufórico salia dando gritos,
profiriendo insultos a los que
quedaban dentro y lanzando mil
promesas al aire de futuro para su hijo y esposa que nunca se cumplían y que
sólo las profería cuando el alcohol empapaba su cuerpo.
Esta vez Irene
sujeto a su hermana.
.-Dejalo, se
ha casado con la bebida, tu y el niño, le importáis muy poco.
Salomé
Moltó
No hay comentarios:
Publicar un comentario