Agridulce es la saeta de la ausencia:
bem que se padece e mal de que se gosta.
Lágrimas por extrañar al ser amado
perdido en la niebla de la lejanía.
Languidez entre sombras crepusculares,
en
un nido de morriñas y saudades.
Atrapado
en la tristeza depresiva,
evocando
lo que nunca volverá.
Sofocado
en sentimientos de abandono,
todavía
aúlla un páramo desierto.
De
aquellos recuerdos nace el gran deseo
de
recuperar el tiempo fugitivo
y
reconstruir lo desaparecido.
Suspiros,
quejas saudosas, lamentos
saltan
de las melancólicas fontanas.
A
solas con las olas del hosco mar,
hay
quien confiesa sus hondas amarguras;
y
en las redes de la madrugada, pesca
alguna
ilusión revestida de escamas.
La
barca se columpia sobre las aguas,
y
los marinos acunan sus angustias,
vacíos
de ambiciones y de sustancia.
Sobre
sus cabezas pulsan las estrellas
plasmadas
de desconsuelos y nostalgias.
Resuena
la guitarra de doce cuerdas.
En
lontananza se escucha la voz triste
del
fadista que canta a la embriagadora
y
espinosa distancia de los amantes.
Y resiste, cual pájaro solitario,
los recios capítulos de la existencia.
Sus versos reflejan menudas historias
que ruedan por las humildes callejuelas.
Son canciones desgarradas, empapadas
en vinos de fatalismo y frustración.
Cuentan la desgracia de quien se cree
como dejado de la mano divina,
pero abierto a la espera de la utopía.
Aníbal Colón de la Vega
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