Ciudad Irreal
bajo la parda
niebla de un mediodía de invierno
Eliot
¿Qué hora es? ¿de qué año?, que llueve en el frío. Y mis
pantalones no se secan. Saldré a comprar
los comestibles para la cena. Cocinaré el aroma familiar para impregnar
paredes, para que el suelo haga borbotear el
agua de las ollas.
Y bajo la lluvia me
amilano, los supermercados abren sus puertas mecánicas
y no entro por temor a las cajas atestadas.
Me salpica un auto
el agua de un charco, los autobuses avanzan,
la gente cruza
mirándose, dándose una sonrisa, una seña
y una voz de alarma, o un saludo.
Cae el agua con sus
estados anímicos, y la ciudad irreal retuerce su rutina en mi escritorio junto
a los lápices, las cascarillas de
naranja en mi té llegan a mi nariz, y estoy sola con las palabras y la
imaginación.
Las calaminas
golpetean el techo bajo el leve sol y tus pies se afirman a sus venas
palpitantes,
merodeas por la
casa, la paz de mis oídos dibujan los
fantasmas y no me dejan dormir,
no quisimos
construir colosos
y así pude besarte
de cerca.
Tu piel y tu tos
sobre granitos deslizándose, huelo tu perfume que me dejas en mi blusa, no
sabemos convivir, destilar rancios jugos
impuestos por la tradición, dos menos que se amarran y llevan alas a ras de la
vida.
Una figura negra en
el fondo de un abra verdísimo en la
niebla que casi no se ve, no sé si quedarme aquí, sonríe a las estrellas que aparecen entremedio de ramas, una jeringa
hiere, temores en la nada, dibujos en relieve que lloran, pero esperaremos para sanar en las dislocadas
estelas por el sendero y la esponja que nos da la sabiduría que apenas
logramos obtener para dejarnos.
Disipan los
brillantes cerebros en el humo caliente de los ojos, todo se ve redondo como el
mundo, la ventana se desarma con los vientos tormentosos. Penden los techos y
ellos mueren encerrados olvidados como un pan de ayer sobre el edredón guardado
de verano.
Hay un embrujo que
me deja quedarme, mis uñas se prenden a mi carne, mi carne no remedia nada con
dejarse llevar por el tiempo, los portales son sagrados por eso me detengo y mi
cabeza la pongo en el escaño para que tú
la toques. Redime, por favor, con tu presencia pura mi desolación. Hay luces en medio de la noche que no
encienden con el zumbido de los durmientes. El desmán comienza luego, los transeúntes se persignan y siguen
de prisa a sus casas, brilla la plata de las veredas en invierno.
En la vía frenética
de los desempleados, las excusas no
tienen música de fondo, nadie quiere
dejar los gestos en la retina de los que miran, son los que gozan del juego,
son ganadores, no tiene disculpa el peatón solitario, no por uno se detendrán
en el paso de cebra. La fiesta es grande como un carnaval de corderos.
Dispara al sol te
quiero a oscuras, dispara al sol y en esa
luz se medirá el tiempo de la tierra al sol en un caballo de
carreras que deserta para beber. Y nos
quedamos viéndonos mientras el hombre se
sumerge como cada día en su rutina.
No intentes ser humilde, la cancha está inundada, los niños juegan
patean balones llenos de polvo y son llamados a cenar por sus madres
desgreñadas y la gritadera enerva la velada en la carpa soleada del
barrio. La desteñida capa de torero me desalienta, pero la
necesidad de rondar la mesa el fuego de leña apaga la
murmuración.
Los muchachos
reparan el automóvil, suena la
huracanada sensación de violencia en la calle, se zafan de las flores, el bobalicón es golpeado y echado en la pared
donde queda aturdido, rehúsa atención médica, su sonrisa da náuseas, su nariz
aletea en el cuadro, hay un tufo dulce sanguinolento en el aire, y todos
arrancamos, alejarnos lo máximo para no estar comprometidos, como un gusano en
la cortadora.
Ana Rosa Bustamante
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